Estaba sentado en el viejo sillón en medio de la oscuridad y de repente sentí tu presencia. Estabas aquí.
Sin cuidado, viniste a sentarte en el sofá del frente y pretendí no mirarte. Pretendí que no me importaba, pero sí. Lo hice, allí entre las sombras te contemplé sin parpadear.
En ese momento, el luchar por no observarte era el perder el tiempo más maravilloso; y no pude con mi genio. Ni la negra noche pudo prohibir el encontrarme con tus ojos y hacer esquiva esa mirada. Desperté embelesado.
Pero no quedó allí.
Te pusiste de pie y muy despacio caminaste hacia mí. Cada paso lento parecía una eternidad llena de sensualidad. Sin decir una palabra apoyaste tus rodillas sobre los extremos del sillón, tomaste mi rostro con las manos y con un simple vistazo amenazador me liquidaste, para después terminar sepultándome con un beso infinito.
«Suelta tus cabellos y déjalos caer sobre mí, déjate caer sobre mí»
Como haciendo caso a mis pensamientos, los liberaste de su prisión y su grato aroma invadió aún más mi existir. Fue en ese entonces que solo pude ceder y sin saber como llegamos a la habitación contigua, en la negra noche el silencio se quebró.
Lima
(03/05/2013)
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