15 agosto 2015

Mi amiga Gallega

Cuando llegué a Galicia a finales de octubre, la primera mujer que conocí estaba soltando un llanto tremendo. Era de noche y parecía que todo el mundo se había alejado y refugiado para no sufrir su desahogo. En medio de mi soledad no hice más que contemplarla, pues no pude acercarme; me di cuenta de que era inconsolable.

Aquel encuentro siempre quedaría en mi memoria, pero no sería la última vez que la viese. En breve ella vendría insistente a intentar cautivarme. A veces la escuchaba desde dentro de la casa y podía verla acercarse a golpetearme la ventana. Pronto nos hicimos amigos y de cuando en cuando sus lágrimas silenciosas me acompañaban reconfortando aquellos paseos vespertinos junto a la ribera del río Lérez. Era tan suave y delicada que podía sentirla acariciándome las mejillas, pero luego me daría cuenta que pocas veces se mostraba tan afable.

A pesar de sus intenciones, su naturaleza voluble hizo que por un buen tiempo me abstenga de salir a jugar con ella. Esto no solo empeoraba su humor sino que a veces lograba que estallase en una ira tormentosa. A pesar de sus continuos acosos, tuve que salir y soportar su necedad, pero siempre me mantuve en silencio. Así pasaron los días y tristemente resolví que el fin de nuestra amistad era inevitable. Pero nunca esperé que fuera ella quien desaparezca sin darme mayor aviso. Debí haberlo previsto.

Hubo días muy calurosos donde extrañé que aparezca repentinamente y se me cuelgue por los hombros. Su ausencia se notó y me invadió aquel aire nostálgico dejándome taciturno. Pero tras varias semanas descubriría que no todas las personas son ingratas, pues a pesar de mis desplantes llegó el día en que me demostró su fidelidad.

Cuando menos me lo esperaba, inmerso en la eternidad de mi silencio, apareció nuevamente en la ventana y cantando suavemente me invitó a jugar de nuevo. El verano había terminado.

Pontevedra
(15/08/15)




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