Habían pasado tan solo seis meses desde que las Fuerzas Armadas de Egipto habían derrocado al presidente Mohamed Morsi. Mi cabello no era tan gris en aquel entonces y el hambre de aventura de la juventud, ese que se pasea por la frontera entre la intrepidez y la estupidez, me hizo cruzar el golfo de Áqaba en busca de un sueño:
¿Quién no ha soñado con ver las Pirámides? Desde que decidí llegar a Medio Oriente, este iba a ser uno de los hitos de un tremendo viaje lleno de sacrificios. Lamentablemente la primavera árabe había dejado un tufillo a miedo que iba terminar por frustrar este deseo. Egipto quedaba descartado de mis planes pues aún llegaban tristes rumores con olor a pólvora y peligro. El Cairo aún emanaba ese resentimiento y dolor por los más de 800 muertos que trajo consigo las constantes protestas, auto inmolaciones, furibundos altercados y sobre todo, la terrible represión de los últimos años. No obstante, es la vida misma donde los planes son hechos y deshechos, y la determinación del momento te hace tomar las verdaderas decisiones.
Mi estancia en Jordania había culminado y debía regresar a la segura Israel, pero ya en el puerto descubrí un ferry que salía en una hora hacia el país del frente y simplemente me subí. Los compañeros que conocí en Petra me siguieron en esta locura y una vez arribamos nos montamos a un viejo micro que durante varias horas bordeó toda la península del Sinaí hasta llegar a la capital egipcia. Uno no siempre va a estar tan cerca de sus sueños como para no perseguirlos.
El recorrido fue duro y los rumores que nos habían llegado eran verdad. Durante todo el trayecto nos vimos sometidos a controles militares y a la mirada adusta de los demás. Desde la ventana podíamos ver los restos de edificios bombardeados. Éramos forasteros que no estaban seguros de donde se habían metido, sin embargo ya no había marcha atrás. Nos instalamos en el primer hostel que encontramos y a primera hora iríamos a lo importante: las pirámides.
Se había cumplido un sueño que inexorablemente al día siguiente también llegaba a su fin. La ignorancia o el destino hizo que nuestro último día en Egipto fuera el 8 de enero. Solo nos faltaba visitar el famoso Museo Egipcio antes de marcharnos y fue grande nuestra sorpresa al ver toda la Plaza de la Liberación rodeada de tanques. Aquel día trasladaban a Morsi desde una prisión de máxima seguridad en medio del desierto de Alejandría para finalmente ser juzgado.
El Cairo estaba paralizado. Aquella ciudad de más de quince millones de habitantes había desplegado miles de unidades militares y efectivos policiales para la llegada de tan controvertido personaje. Nosotros debíamos regresar a Eilat y no sabíamos cómo. No había tiempo para volver por donde vinimos pues el trayecto era demasiado largo. Solo quedaba viajar en línea recta hacia Taba utilizando la carretera que atravesaba el desierto, pero con todos los sucesos del día, se nos hizo imposible conseguir transporte convencional.
El del hostel nos hizo el favor de contratar un taxista que se comería el viaje de llevarnos. La tarifa era cara pues el trayecto era peligroso. En el camino habían beduinos que a veces asaltaban a los viajeros y además todo el pueblo estaba en alerta por el tema de Morsi. Teníamos algo de temor ya que no había otra manera de regresar. El temor se convirtió en terror cuando a la media hora de haber partido el taxista nos echó en una estación de gasolina, hablando muy rápido en árabe y nosotros sin jamás poder entender cuáles fueron sus motivos. Yallah yallah yallahenunció finalmente, mientras nos devolvía el dinero pero se quedaba con el poco valor que nos quedaba.
Comenzaba a caer la noche y nos encontrábamos en las afueras de una de las ciudades más grandes del mundo sin ninguna idea de cómo llegar al país de la tierra prometida. Hacía frío y nadie alrededor hablaba inglés, mucho menos español. Tras dos horas sin encontrar solución, una combi llegó a tanquear y de milagro averiguamos que viajaba rumbo a Taba. Tenía toda la última fila vacía justo para que nosotros cuatro cupiésemos en ella. Por fin podíamos regresar.
El camino estaba muy nublado. A los veinte minutos de recorrido la combi paró: algunos viajeros bajaron y otros subieron. Esto se repitió un par de veces más, y nosotros siempre temíamos que subieran asaltantes, pero fue a las dos horas del trayecto cuando tuvimos el primer control militar que realmente nos asustamos. Un soldado entró al vehículo con un fusil en la mano y miró uno por uno a cada uno de los pasajeros. Al ver nuestros rostros foráneos bajó rápidamente del vehículo y comenzó a gritarle al chofer que también había bajado. Estábamos perplejos sin entender que sucedía. Tras discutir, el soldado fue hacia su patrulla y regresó al rato, se sentó en uno de los asientos delanteros y el trayecto se reanudó. La patrulla nos escoltó por al menos cuarenta minutos.
En aquella ruta no podían viajar extranjeros. Hace solo algunos días dos ciudadanos israelíes habían sido secuestrados en la zona. Los militares se tomaron la molestia de resguardarnos hasta que pasara el peligro. Nunca había tenido un viaje tan angustiado. Traté de olvidarme de todo y concentrarme en la inmensidad del oscuro desierto y aquel cielo lleno de estrellas, mientras en mis audífonos sonaba Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota.
No sé cuánto tiempo pasó cuando volví a ver luz artificial y me di cuenta que habíamos llegado. La frontera estaba a solo unos metros de nosotros y jamás nos habíamos sentido tan aliviados. Al día siguiente descubriríamos que Morsi nunca salió de Alejandría. El mal clima había hecho que suspendieran su traslado.
Trujillo (22/06/20)